La debilidad de Santos: la ONU duda de su ‘paz’ con las FARC y la Corte Constitucional puede pararlo
El mes decisivo para Juan Manuel Santos empieza mal. A finales de diciembre caduca el alto el fuego decretado con las autodenominadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y es muy posible que la refrendación exprés del llamado acuerdo de ‘paz’ recién firmado en el Teatro Colón de Bogotá quede en un limbo jurídico. Éste es el segundo pacto alcanzado con los narcoterroristas en apenas dos meses, después de que el anterior fuera rechazado por los ciudadanos colombianos en plebiscito el pasado 2 de octubre. Ahora, el presidente de la República quiere que el nuevo texto se implemente con la mera aprobación por parte del Congreso de la nación. Y eso tiene muchos visos de no ser constitucional.
Antes de que acabe esta semana se espera la decisión de la Corte Constitucional colombiana, que ya cuenta con una ponencia redactada por la magistrada María Victoria Calle. Su texto, que ahora debe ser votado por el resto de integrantes del Alto Tribunal, considera fuera de la Carta Magna que el nuevo acuerdo sea refrendado sólo por las Cámaras –el Senado y la Camara de Representantes ya lo han pasado de una manera fulgurante en menos de una semana–, y exige el voto popular.
Sin embargo, sí acepta la ponencia una de las medidas más polémicas que acompañan este proceso. Y es la imposición por parte de Santos de que los acuerdos se tramiten por la vía de urgencia, lo que en Colombia se conoce como el ‘fast track’ –el camino rápido–. Esta medida reduce a la mitad los tiempos y el número de sesiones necesarias para llegar a la refrendación por los diputados. Y los representantes del NO, liderados por el ex presidente y actual líder del Centro Democrático (CD), Álvaro Uribe, están movilizándose y sacando a la calle a los colombianos para evitar que se hurte a la sede de la soberanía popular un debate pausado sobre un asunto tan grave.
Colombia lleva más de 52 años sufriendo la insurrección armada y asesina de un grupo terrorista fundado teóricamente como un movimiento de corte marxista y con ideales en favor de los desfavorecidos, pero que en realidad ha tornado en una especie de miniestado dentro del Estado, que controla enormes extensiones de terreno en las que practican la minería ilegal y el narcotráfico. Las FARC son, de hecho, el mayor cartel mundial de la cocaína y sus ingresos por este negocio ilícito superan con mucho las decenas de miles de millones de dólares al año. Además, en su proceder criminal, las FARC han provocado el desplazamiento de al menos ocho millones de colombianos de sus lugares de residencia, el asesinato de más de 230.000 personas, la extorsión y el secuestro de otros miles y la desaparición de un número no menor de 65.000 personas.
El deseo de acabar con este escenario insoportable para una democracia no parece justificación suficiente como para sacar adelante un texto de manera acelerada. Sobre todo, cuando éste no cuenta con el apoyo de la población y los representantes políticos que lideraron este rechazo siguen manteniendo sus posturas contrarias a puntos muy concretos de la ‘solución’.
La ONU ve «mal implementados» los acuerdos
Así lo piensa, por ejemplo, el representante del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Todd Howland. En una comparecencia en el Congreso, Howland expresó su temor a que el llamado proceso de paz no termine funcionando, dado el clima de imposición por parte del actual Gobierno, que en realidad no será quien gestione el desarrollo de todos los puntos, pues acaba su mandato en 2018. «Los procesos de paz son sostenibles cuando los acuerdos son bien implementados, y hay una manera evidente de ver una mejora en la situación de derechos humanos», apuntó Howland, quien acto seguido emitió su diagnóstico sobre el proceso colombiano en concreto: «Este proceso de paz con las FARC se puede decir que ya está mal implementado, pues ya hay impacto negativos en la situación de derechos humanos».
Es decir, que Naciones Unidas, que ha apoyado el proceso desde sus inicios –hay que recordar que el primer acuerdo, firmado el 26 de septiembre en Cartagena de Indias, que contó con la presencia del secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, fue producto de seis años de conversaciones, los dos primeros en secreto–, no deja de dar soporte a las intenciones del reciente Premio Nobel de la Paz, Juan Manuel Santos, pero sí teme que su actitud esté siendo contraproducente para sus objetivos. Howland recuerda que los terroristas de las FARC están saliendo de sus territorios antes incluso de que se haya implementado el pacto, lo cual genera un vacío «que supuestamente iba a llenar el Estado, trabajando por transformar las economías ilícitas en lícitas», pero «esto no está ocurriendo ahora. En cambio, otros grupos ilegales están entrando en estas áreas».
Es un argumento muy parecido al que sostiene Uribe, quien ha asegurado hasta la extenuación que «la impunidad total que sacralizan estos acuerdos para los terroristas más sanguinarios y sus subordinados sólo alienta nuevos crímenes» de otros grupos. De hecho, el autodenominado Ejército de Liberación Nacional (ELN) está en ciernes de una negociación similar a la de las FARC con el Gobierno de Santos y, entretanto, está tomando posiciones para fortalecer su punto de partida y anunciando que no aceptarán unas condiciones peores que las alcanzadas por Timochenko e Iván Márquez, los líderes de la narcoguerrilla que ahora supuestamente va a dejar de chantajear a la democracia colombiana.
Las elecciones presidenciales
El problema es que una sociedad partida por la mitad –el plebiscito rechazó los acuerdos, pero lo hizo por un estrechísimo margen (50,21% frente al 49,78%) que dividió Colombia en dos mitades–, y con tanta inquina pública entre las dos partes es terreno abonado para que una campaña electoral larga, como la que se avecina en Colombia, se centre en si «rechazar el pacto es rechazar la paz» o si aceptarlo es «entregar el país al narchochavismo» o al «castrismo ideológico».
Éstos son los argumentos que se echan en cara unos y otros. Y el último candidato del CD a la Presidencia de la República, Óscar Iván Zuluaga –quien compite con Iván Duque y Caros Holmes Trujillo por la nominación de su partido para las presidenciales de 2018–, además, acaba de presentar una querella criminal contra el presidente. La demanda está basada en una declaraciones de Santos a la CNN durante su último viaje a Estados Unidos, en las que señalaba a Zuluaga como responsable de la infiltración de su campaña electoral en las elecciones de 2014.
Curiosamente, todas las pruebas que han sido publicadas en los últimos meses en los medios indican precisamente lo contrario: que fue el aparato del Estado, comandado por Santos, con el director de la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI), almirante Álvaro Echeandía, y el entonces fiscal general, Eduardo Montealegre, se reunieron para intercambiar información que señalara a Zuluaga como culpable de uso de información privilegiada remitida por dos hackers, el colombiano Andrés Sepúlveda y el español Rafael Revert, que en realidad estaban contratados por la propia DNI.
Una extradición problemática
Pero no son éstos los únicos problemas que asaltan a Santos. Las prisas del presidente por dar validez efectiva a los pactos tienen que ver también con las extradiciones, que quedan prohibidas en el texto firmado la semana pasada en el teatro Colón. En los próximos días, el Gobierno deberá dar curso a una extradición a Estados Unidos de Segundo Alberto Villota, un dirigente de las FARC, acordada por el propio Santos tres días antes de la firma, y quien es solicitado por las cortes del distrito sur de Florida y del distrito este de Texas.
El envío de este terrorista a EEUU supondría un duro golpe al proceso. La denegación de la entrega sería no sólo un incumplimiento de la legalidad internacional por parte de un país supuestamente democrático, sino una muestra más de la debilidad con la que Santos está afrontando el final de su llamado proceso de paz y de su mandato. Y un presidente falto de liderazgo en un momento tan crucial, como dice el representante del Alto Comisionado de la ONU para los derechos humanos sólo puede redundar en «una mala implementación de los acuerdos» que los lleve al fracaso.